Trasmitido a través de psicografía. (Hecho real)
Un ama de casa que se muere y llega el momento de su juicio, cuenta:
Había llegado el momento de evaluarme, el tribunal reunido esperaba, eran
figuras imponentes y serias y yo les fui explicando en que había ocupado mi
vida. No estaba nerviosa ni preocupada porque siempre viví para los demás, sin
egoísmos y ocupándome muy poquito de mí.
Conté como había tenido a mi familia, haciéndoles todo para que fueran
felices, aliviándoles las tareas en un olvido total de mis propias necesidades.
Aún cuando mis hijos fueron mayores, siempre me consultaban sus decisiones y me
hacían caso, hacían todo lo que yo les decía.
Conté como me ocupé de mis padres cuando eran ancianos, llevándolos a los
médicos, comprándoles cantidades de remedios y teniéndolos muy protegidos.
También evalué mis acciones fuera de la casa: mi éxito en el trabajo, donde
sin mi nada funcionaba – porque fue en extremo detallista y exigente, además de
eficaz.
Yo sabía que el castigo que me impondrían sería poco, algunos pecaditos
veniales . . . no merecen demasiada severidad de juicio y podría por fin llegar
a Dios.
Había tenido una buena vida, sobre todo en la adultez, cuando empecé a
hacer esas obras de bien, a prestar servicio, en realidad tenía tiempo de más y
nadie de quien ocuparme ya en mi familia, así que tenía a los otros, a los
enfermitos, a los pobres, a los de la parroquia, que les venía muy bien mi ropa
vieja pero limpia y zurcidita; eso si, ¡eh!. ¡Toda gente necesitada a quienes
junto con las cosas que les regalaba les daba consejos sobre moral, higiene y
normas de conducta para que dejaran de vivir en la promiscuidad.
De pronto, todo se borró. Las figuras del tribunal eran solo puntos de luz
purísima y vi en un instante (como en una película acelerada) escenas
relacionadas con mi vida, que yo nunca había visto. Vi a mi hija paralizada
emocionalmente y llorando por que no sabía que hacer ante una decisión
importante; a mis padres aterrorizados en el momento de su muerte; a mis compañeros de trabajo humillados por no poder
brillar tanto como yo; y vi en los ojos de mis protegidos al recibir la ropa,
una infinita necesidad de cariño, que no les di. Me vi esquivando el gesto de
contacto físico, retaceando la caricia, dando dinero donde hacia falta un
abrazo, me vi enjuiciando cuando debía callar y callando cuando era mi
obligación hablar; y entonces . . . tomé conciencia, ¡todo estaba tan
claro!. Una voz empezó a resonarme
adentro, serían los del tribunal, sería mi propia voz. . ., no lo se: “Hija, ya
viste tus acciones y también tus omisiones; te tomarás un tiempo - como lo
llaman en la tierra – construirás nuevos cuerpos, elegirás una familia y
volverás; nosotros te ayudaremos.
Visualiza muy bien que es lo que necesitas aún aprender; cuando hayas
vuelto, no intentes ser la salvadora, deja que los demás vivan sus propias
pruebas; no te sometas al poder de quienes dependes ni hagas depender a nadie
de ti: se libre; cuídate de la promiscuidad tuya, siendo tu misma y no te
prostituyas intentando comprar con oro tu salvación o tu conciencia;
difícilmente encontrarás algo afuera, todo esta dentro de ti; ayuda a los
ancianos y a los enfermos a bien morir, no los apabulles con complicadas
técnicas medicinales porque la alquimia de sanación solo esta dentro de ellos;
no confundas orgullo con servicio, enjuiciando las actitudes o costumbres de
aquellos a quienes ayudas y no sientas que porque lo haces eres distinta o
superior a los demás; aquel que te necesita esta en esa situación, aunque sea
un mendigo o un enfermo incurable, porque es más fuerte que tú para resistir
esas pruebas: es tu maestro, te hace el favor de necesitarte, por tanto
permítele evolucionar y verás que evolucionas con él”.
La voz se hizo más tenue pero aún alcancé a escuchar: “Hija, la próxima vez
que vuelvas a hacer tu propio juicio atiende bien a la pregunta; en el juicio
sobre tu última vida no te preguntamos que has hecho sino cuanto y como has
amado”.
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